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 IN MEMORIAM
 
Se recogen en esta página artículos periodísticos publicados con ocasión del fallecimiento del profesor Iglesias.
 
INDICE
 
Joaquín Tamames
Alumno curso 1975-76
 
A Juan Iglesias: muerto, vive

El Profesor Juan Iglesias nos ha dejado el tres de mayo y se ha ido sigilosamente, casi sin ruido, con la elegancia con la que vivió. Contaba 85 años y aunque su partida no nos sorprende, nos conmueve fuertemente. Pero junto al inevitable sentimiento de pérdida surge en paralelo, en nuestro interior, un murmullo de alegría y de agradecimiento por el privilegio de haber estado en contacto con este hombre excepcional y bueno. Y, también, una seguridad diáfana y clara respecto de lo que tanto hemos hablado con Juan Iglesias: la inmortalidad del alma, sea desde una concepción cristiana, sea desde una concepción evolutiva a partir de la reencarnación.

De todos los títulos terrenos del Profesor me quedo por encima de todos con el de jurista, según la definición que el propio D. Juan nos dio en Visión Española del Derecho, en 1953: "Juristas son los justos. Juristas son esos humildes y escondidos hombres que ven en los prójimos hermanos... Juristas son los bienaventurados que aman". Y es que Juan Iglesias ha sido uno de esos bienaventurados que ven en los hombres a sus prójimos y a sus hermanos, y por ello su vida y su pensamiento han sido de una calidad extraordinarios. Dijimos en alguna ocasión que D. Juan estaba más cerca de las cosas del espíritu que de las de la materia, y pasados los años comprendemos más y más su insistencia en que bebamos el agua verdadera, el único agua que quita la sed. Hace unos meses, aquí, en Expansión, nos llamaba a una particular y hermosa cruzada, cuando nos decía: “Señores: ¡Hay que estrenar el Evangelio en el Mundo de hoy!”.

Pero el Mundo de hoy se resiste a vivir en la verdad, porque, en palabras del Profesor, “hemos caído en la trampa de la confusión, que es decir del ruido, de la prisa, del vértigo, de la técnica que lleva al febril consumo, del hombre hecho máquina para adquirir máquinas y morir víctima de las máquinas”. De ahí que Juan Iglesias instara al Derecho a ser un vehículo para aflorar la dignidad del hombre: “Busquemos en el Derecho ayuda para el hombre, para la dignidad de cada hombre. La suprema misión de justicia que comporta el Derecho se cifra en suum cuique tribuere, en dar a cada uno lo suyo. Y lo mejor, los más radicalmente suyo de cada hombre, es su yo, su alma”.

Hace unos meses, algunos alumnos dedicamos al Profesor Iglesias un párrafo del Bhagavad Gita que considerábamos se ajustaba a lo que ha sido su vida. Dice así: “Se intrépido y puro; nunca vaciles en tu determinación hacia la vida espiritual. Da libremente. Domínate a ti mismo, se sincero, verdadero, amoroso y lleno del deseo de servir. Cumple la verdad de las escrituras; aprende a ser desapegado y a ser feliz en la renuncia. No caigas en la irritación ni hagas daño a ninguna criatura viviente, se compasivo y amable; muestra buena voluntad a todos. Cultiva vigor, paciencia, voluntad, pureza, evita la malicia y el orgullo. Entonces, Arjuna, alcanzarás tu destino divino”. Y hoy, en que Juan Iglesias está más cerca de su maravilloso destino divino, le repetimos esta dedicatoria, que nos sale del alma: A Juan Iglesias, joya del humanismo contemporáneo, alma noble y consciente, amigo de la Verdad. ¡Portador del bien común, servidor de la humanidad! Con agradecimiento, siempre.

 
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JOSÉ MANUEL PÉREZ-PRENDES MUÑOZ-ARRACO
Catedrático de Historia del Derecho de la Universidad Complutense de Madrid
Recuerdo para un sabio
(En memoria de Juan Iglesias)

"El Derecho es norma de convivencia". Así comienza el libro por excelencia a destacar entre lo mucho y bueno que escribió este infatigable maestro que enseñó a cientos de miles de alumnos, españoles y americanos, el alma de todos los cuerpos jurídico, el Derecho de Roma. No era sólo una enseñanza erudita. Soportado en el rigor de un conocimiento exhaustivo de las fuentes y de lo investigado sobre ellas, el mensaje que transmitía era la necesidad de conocer y practicar instrumentos para convivir; para respetar al otro, para hacer palpable en la vida diaria el difícil arte de reunir la bondad y la justicia, fórmula en que la doctrina romana encerró la última significación de lo jurídico.

Ochenta y cinco años estuvo inculcando esas ideas. Seguía haciéndolo hasta horas antes de su muerte, cuando dejó inconclusas sus páginas de homenaje a uno de sus pares, Francesco de Martino. Sus amigos, sus discípulos, sus compañeros de trabajo, sabíamos que la amenaza pendía, pero nos habíamos acostumbrado a su pausada continuidad vital y laboriosa. Por eso el dolor de perderle ha sido todavía mas fuerte.

Ha llegado la triste hora de explicar a quienes no pertenecen a su mundo científico, ni a su entorno profesional, ni al mundo universitario, que todas las personas civilizadas y de buena fe tienen el mismo luto que los que le conocíamos y hablábamos con él de nuestros afanes comunes. No bastan para eso los currícula. Tengo ante mi vista la quincena de páginas de apretada letra impresa por donde desfila, como el ejercito de hormigas en hilera que contempló Antonio Machado, la serie de sus libros, sus monografías, sus servicios en cargos académicos, sus honores, sus homenajes y premios, sus sociedades científicas, los juicios que le dedicaron, como investigador, como profesor, como escritor, muchas gentes ilustres. Pero al contrario de Marco Antonio con César, yo tomo la pluma para alabarle, no para enterrarle, y la alabanza no se puede vestir de catálogo, hay que hacer saber y decir claramente los motivos esenciales del elogio.

Sepan cuantos jamás se asomaron al Derecho Romano, ni a la vida universitaria, ni tienen por que hacerlo, que ha muerto una persona que dedicó su vida a mostrarnos a todos, a ellos también, caminos de tolerancia de paz y de bondad. Y que lo hizo con la perseverancia modesta y mineral de un verdadero profesor, ese sujeto que nunca puede dejar de laborear con su pensamiento, que constituye una herramienta de trabajo insensible a horarios, fiestas o jubilaciones. No es ninguna figura retórica, a él una ley torpe le jubiló inoportunamente, pero supo ingeniárselas para seguir sirviendo a la sociedad que le ofendía. Denunció, con más dolor que rencor, el atropello. Pero continuó ofreciendo el don de su oficio.

Si para innumerables estudiantes su manual de Derecho Romano ha sido la referencia que debía recordarse aquí, es en su estudio Aproximación a Roma (Estudios, Madrid, 1998) donde me parece adecuado citar a quien, ajeno al Derecho Romano, quiera conocer el estilo y el legado de Juan Iglesias. Aprenderá allí que la res publica "tiene su soporte en la libertad y en la concordia", que "antes que los hechos, antes que los datos, importan las ideas", que en "las costumbres y el espíritu, en el sentido volteriano" se descubre "el alma histórica", que "la historia del Derecho Romano no es sino la andadura de la idea de lo jurídico en su servicio a un fin radicalmente humano, cual lo es la forja de la sociedad".

Es en su monografía El espíritu del Derecho Romano (ediciones en Madrid, 1980 y 1984) donde puede emplazarse a quien cultive la cultura humana desde cualquier perspectiva, para que, como Virginia Woolf hacia que Orlando contemplase su inmensa casa dando sentido al horizonte, pueda entender, sin entrar en las fatigosas andaduras que deleitan a los especialistas, cómo esa parte de la Historia humana a cuyo desciframiento Juan Iglesias dedicó su vida, puede también dar sentido a nuestra necesidad actual de practicar la convivencia entre gentes diferentes. Tuvo la sabiduría y la pluma que le gustaban a Unamuno, su intemporal colega salmantino, pero supo manejarlas con un talante, con un aire de paz, quizá hoy más imprescindible aún de lo que fue la palabra airada para do Miguel.

Aún en el dolor de haber perdido hay ocasión, ocasión que no debe omitirse, para manifestar que esas virtudes nace de la redonda perfección de su obra en lo científico, en lo humano y en lo literario. Cuando publicó en 1971 su novela Don Magín, profesor y mártir, Cuadernos para el Diálogo no vaciló en comentar que "aborda, escrita en un hermoso castellano la vida de un profesor universitario, planteando muchos de los grandes temas que hoy preocupan en la Universidad y en Ia sociedad". Repárese en la fuente de donde procede el juicio en la fecha en que se pronunció y poco habrá que añadir, par que se entienda que no fue es relato un fugaz escapismo de su autor, sino una reflexión arriesgada y viva, pero hecha, cosa bien difícil, con el sentido exacto de la mesura necesaria par hacer así lo más incisivo posible su mensaje.

Y así continuó siempre. Viví lo que le fue dado, del modo solicitado a los ancianos por Cicerón, otro de sus intemporales amigos, "una vejez que no sea lánguida e inerte, sino laboriosa siempre haciendo o imaginando algo, de acuerdo con aquello lo que uno se dedicó durante Ia vida que acarrea". Si como algunos creemos, el Derecho es el medio para la realización de lo justo en la convivencia humana pocos como Juan Iglesias enseñaron tantas veces a tantos es máxima. Pocos como el acertaron tanto en reiterar, desde su juventud hasta su última hora un mensaje vital de bondadosa sabiduría.

Al lado de todo eso es adecuado recordar que fue premio Príncipe de Asturias de Ciencias sociales en el año 2001, que una academia española (la de Jurisprudencia y Legislación) y otra extranjera (la de Ciencias Morales y Políticas de Nápoles) tuvieron la fortuna de incluirle entre sus miembros, como la tuvieron en contarle entre sus profesores las Universidades de Salamanca, Oviedo, Valladolid, Madrid y Comillas.

Activo en todas ellas, asumiendo en cada momento en plenitud sus obligaciones de estancia y trabajo en cada una, según la vida lo fue disponiendo, su sede más significativa fue la Facultad de Derecho Complutense. Digo que lo fue no sólo por su enseñanza e investigaciones en ella, cosas que justificarían de sobra lo que afirmo. Lo digo también porque allí fue donde aceptó ser decano en aquel año de 1956, venturoso y difícil, en el que, quienes éramos estudiantes entonces, decidimos que había que cambiar mucho determinadas cosas, insufribles ya.

En este adiós de quien hoy es su compañero de claustro, debe publicarse también el agradecimiento por su infinito servicio de conseguir, aceptando un cargo que no deseaba, que se reabriese una facultad reaccionariamente cerrada. Es la gratitud de una generación de estudiantes, aquellos que quedamos de los que hace 50 años empezamos la carrera. Es la gratitud además de quienes compartimos luego con él una profesión difícil, grata e ingrata como pocas. Es la acreditación de lo mucho que todos, dentro y fuera de ella, le debemos.

 
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JAVIER PÉREZ-BUSTAMANTE DE MONASTERIO
Presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid

El profesor Juan Iglesias, in memoriam

A los ochenta y seis años de edad, en plena lucidez, rodeado de su esposa y de sus once hijos, ha fallecido el profesor Juan Iglesias, horas después de que escribiera los últimos folios de un trabajo inconcluso sobre el romanista italiano profesor De Martino y desde el lunes pasado sus restos mortales descansan en el cementerio de su querida Salamanca ciudad en la que inició lo que él llamaría su travesía a la eternidad.

La extraordinaria personalidad del insigne humanista, eximio maestro del Derecho Romano y singular filósofo del Derecho, trae causa de sus profundas raíces salmanticenses. Formado en su Universidad, con tan sólo dieciocho años de edad inició su fecunda carrera universitaria, como profesor auxiliar de Derecho Romano, que culminaría más de sesenta y cinco años después, como profesor emérito de la Universidad de San Pablo CEU. «Mi visión del Derecho—dejó escrito en "El arte del Derecho". Madrid 1994 es la que me dio mi raíz salmantina. Salamanca que es la Universidad misma me enseñó a tratar con lo sólo esencial, con lo que importa al vivir, al amar y al morir. Me enseñó la soberana razón de unos principios jurídicos cargados de moralidad, de sentido cristiano y ecuménico que explicaron nuestros eximios juristas del siglo XVI».

Durante treinta y dos años, desde 1953 hasta 1985 en que sé jubiló, a los sesenta y seis años de edad, en cumplimiento de una Ley considerada por él mismo injusta, fue catedrático numerario de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de la que asimismo fue decano efectivo y decano honorario, dejando un recuerdo que permanece imborrable.

Tuvo la capacidad de cautivar a sus alumnos que, con frecuencia abarrotaban sus clases a las nueve de la mañana y lo admiraban porque, con la elegancia de quien habitualmente convive con las más excelsas virtudes morales, voz clara y potente e impecable dicción en expresión de castellano viejo, cada año repetía, con razonamientos añadidos, que la gran obra de Roma, el Derecho, tuvo su verdadera razón de ser en la interioridad del alma romana, impregnada de un aura de inaprensible espiritualidad y sus insuperables explicaciones del Derecho, como «arte de lo bueno y de lo justo», anclado en la justicia, en la moral y en la ética, de los «tria iura praecepta» de Ulpiano, de las instituciones y de la jurisprudencia romana, germinaron innumerables vocaciones de futuros juristas, nacidas en los primeros días universitarios de sus jóvenes alumnos.

Su «Derecho Romano. Instituciones de Derecho Privado Romano», publicado por primera vez en Barcelona en 1950, hoy en su decimotercera edición, ha sido manual obligado en la mayor parte de las Universidades españolas e hispanoamericanas durante los últimos cincuenta años. Su discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación sobre «El Espíritu del Derecho Romano» (Madrid, 1980) es de inexcusable referencia y sus «Miniaturas Histórico-Jurídicas» (Barcelona 1992) así como su continuación, bajo el titulo de «Iter Iuris», publicado tan sólo hace unos pocos meses, (Madrid 2002) son dos pequeños libros de modesta factura que contienen concentradas y profundas reflexiones filosóficas del maestro sobre la función del Derecho, expresadas con irrepetible belleza literaria. La Asociación de Antiguos Alumnos de la Facultad de Derecho, que en el año 1994 le concedió el premio «Una vida dedicada al Derecho», volvió a distinguirle con el nombramiento de Socio de Honor con motivo de la concesión del Premio Príncipe de Asturias que le fue otorgado el año 2001 y que Don Juan ofreció públicamente a sus alumnos. La Providencia ha querido que hace unos días yo mismo tuviera el honor de entregarle, en nombre de la Asociación, el libro recientemente publicado por la misma que recoge las diversas intervenciones que tuvieron lugar en el solemne acto de entrega de nuestra placa de honor asi como un excelente trabajo del decano de la Facultad de Derecho, profesor José Iturmendi Morales, titulado «La dimensión complutense de Juan Iglesias Santos».

Dejando a los juristas un sólido legado de pensamiento a lo largo de una vida ejemplar, don Juan, perteneciente —como se ha dicho—por derecho propio a la nobleza del espíritu, ha retornado para siempre a su Salamanca querida donde —en sus propias palabras— «tuvieron forja mis meditaciones de bien andar y bien finir con su indestructible basamento castellano: el de la poesía de la muerte como arroyo serrano y manantial de vida». Descanse en paz el admirado y querido maestro y amigo.

 
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JAVIER PARICIO.
Catedrático de Derecho Romano de la Universidad Complutense

Adiós a Juan Iglesias

En el atardecer del pasado sábado 3 de mayo, se apagó casi de improviso la vida de Juan Iglesias. Por deseo personal ha sido velado y enterrado en la más estricta intimidad. Sus restos descansan en el cementerio de su Salamanca natal y a corta distancia de donde lo hace Miguel de Unamuno, que como Rector firmó su primer nombramiento de profesor auxiliar en 1935. Tenía entonces Iglesias diecisiete años.

Académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, académico numerario de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Nápoles, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales de 2001, entre otras muchas distinciones, Juan Iglesias ha sido quizá el iusromanista español más conocido del siglo XX. Ello se debe, en buena medida, a su obra Derecho Romano. Historia e Instituciones, cuya primera edición data de 1950, a través de la cual cientos de miles de juristas de habla española comenzaron y siguen comenzando sus estudios jurídicos. En materia romanística, ningún otro libro escrito en español ha tenido nunca una difusión equiparable a ése en España y América.

Discípulo de Ursicino Álvarez Suárez, profesó en la Universidad de Salamanca, en la de Madrid, y luego ya, como catedrático, en las de Oviedo, de nuevo Salamanca, Barcelona y, desde 1953 y hasta su jubilación en 1985, en la Complutense de Madrid. La jubilación le vino anticipada por una ley que Iglesias nunca admitió «mi oficio y el de tantos otros colegas se vio troncado extemporáneamente por una ley injusta, y la ley injusta, al decir de nuestros clásicos, no es ley», negándose a proseguir su función docente como Profesor emérito y también a dictar su «última lección» en una Universidad pública.

Desde entonces, desapareció casi por completo de la vida Pública, salvo su puntual asistencia a las sesiones de la Academia de Jurisprudencia y Legislación. Y escribió. Escribió mucho, siempre con la elegancia y economía de prosa que le han sido características. Humildemente reconocía que tenía clara preferencia por determinadas cuestiones, y en ellas se había centrado y se seguía centrando; y, como Unamuno, decía que «en rigor, desde que empecé a escribir he venido desarrollando unos pocos y mismos pensamientos». Una idea central, hoy increíblemente devaluada en la práctica, preside toda la obra de Iglesias: que el único fin al que puede apuntar el Derecho es a la realización de la Justicia. De modo gráfico, y uniéndolo con su pasión docente, lo advertía en un párrafo clave de su retrospectiva personal publicada en 2001, apenas unos días antes de que sele otorgara el Premio Príncipe de Asturias: «Me confesé siempre a ellos, a mis alumnos, como jurista que no va en búsqueda y persecución de los conceptos, sino de lo que es bueno y justo, porque en eso consiste el Derecho. Me pareció cosa grave y sin fortuna tomar por verdad el esquema —la geometría— y no la soberana realidad de lo jurídico. Les enseñé que el jurista que lo es de verdad no comete pecado de desarmonía. Un pecado que tiene por causa la falta de comprensión. Les dije una y mil veces, que para el jurista verdadero el problema del Derecho es un solo y único problema: el de la realización de la justicia. Por fuera del problema queda todo lo demás».

Al comienzo de esa retrospectiva aludía a que, en su situación final, era plenamente consciente «de lo no alcanzado y no alcanzable», y agregaba con exquisita sutileza que se sentía acompañado «por la constancia de los afectos que el tiempo no consumió»; al referirse al mundo universitario y romanístico que debía rememorar, declaraba que le parecía tan lejano, como falto de reflejo en la confusa y vertiginosa hora presente.

Iglesias ha sido un caso aparte en el ámbito jurídico y romanístico español contemporáneo. Los silencios interesados y las caricaturas perpetradas por algunos no han afectado un ápice a su figura y a su obra, que contiene páginas luminosas en su aproximación a lo más oculto y secreto de lo jurídico. Junto a su vocación de jurista, en Iglesias anidaba también la de escritor. Este diario fue testigo de ello en años bien cruciales de nuestra historia más reciente, entre 1972 y 1977, a través de más de medio centenar de colaboraciones que el autor reuniría después en un libro titulado Surcos.

Juan Iglesias ha fallecido a los ochenta y cinco años de edad, pero su muerte en este momento nos ha cogido de sorpresa a cuantos nos movíamos en su entorno más próximo. Sobre su mesa de trabajo ha quedado, sin concluir, un texto destinado al homenaje a Francesco de Martino y a la conmemoración del XXV aniversario de la Constitución española que dentro de pocas semanas, bajo el Título Cuestiones constitucionales de ayer y de hoy, se celebrará en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, organizado por el Departamento de Derecho Romano. Ese seminario servirá a bien de adiós universitario al profesor Juan Iglesias.

 
JOSÉ ANTONIO MARINA
Filósofo

«A los hombres les hace hermanos el culto al Derecho» Juan Iglesias, Jurista.

Sólo conocí a Juan Iglesias —premio Príncipe de Asturias 2001— epistolarmente, es decir, a través de sus palabras, reposadas y nobles. Había dedicado su vida al Derecho Romano, y le escribí para expresarle mi entusiasmo de principiante por esa admirable obra de la inteligencia. La carta con que me respondió acababa con una frase para mí conmovedora. «Adentrado Ud., con fortuna, en estos territorios de mi predilección, me atrevo a pedirle que me tenga por hermano suyo: "Homines ex cultura juridica fratres"». A los hombres les hace hermanos el cultivo del Derecho. Tras haber estudiado apasionadamente las plurales invenciones de la inteligencia humana —la ciencia, la técnica, el arte, la filosofía—, creo que la gran creación, lo más poderoso, brillante e innovador creado por esa racionalidad poética, que es nuestro único recurso, ha sido el Derecho. Sospecho que en las facultades no se transmite el fervor que tan pasmosa creación merece. Reducir el Derecho a un código, es como reducir el arte de Monet al catálogo de sus obras. En un momento en que la política internacional retrocede a las cavernas de la fuerza, y tacha de idealismo bobalicón la confianza en el Derecho, desearía que no olvidaran ustedes el gran lema que me enseñó don Juan Iglesias. Como todos los grandes ilustrados, profesaba el optimismo de la bondad y de la inteligencia.

 
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JUAN CAMPO
Periodista

Don Juan: ¡Gracias!

La voluntad de la vida (la Vida es Cristo, la Vida es Dios) y el amor humano transmitieron una vez vida, se hizo carne. Juan es el nombre de esa vida. Luego el amor de Carmen y Juan no quedó prisionero en ellos, se encarnó en otras vidas, sus hijos (once son), reflejos de la belleza estable de su matrimonio, tejido por la cruz y la resurrección, señal y ejemplo visibles a la hora de elegir camino. Sus fuentes de información y nutrición fueron el Derecho Romano y los Evangelios, sin omitir la admiración y el respeto por Unamuno. Comunicador de saberes y palabras vivas, fruto de la investigación, estudio, reflexión e interiorización hasta el final del camino. Hombre, cristiano, esposo, padre, hijos, familia y amigos son puntos de luz de una historia escrita con el corazón y la mente, con calidad y reconocimiento exterior. Su alma vive ya en otra parte, donde no existe freno al Amor y a la Verdad. Nos ha causado dolor su partida, nunca tristeza, pues vive resucitado, sin cruz ni esperanza, sin fe ni ignorancia, el que sin pausa buscó la mejor manera de contemplar al hombre y a la paz dentro del universo. Salmantino nació. Salamanca viaja con él. Desde él Salamanca siempre habló. Ha vuelto a Salamanca en silencio, acompañado de la oración y gratitud de los más íntimos. Después, mucho, al conocer su último viaje, el definitivo, al espacio de la luz.

 
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PEDRO CRESPO DE LARA
Escritor
Don Juan Iglesias
Profesor sabio y bueno

SILENCIOSAMENTE se ha ido de nuestro lado don Juan Iglesias, uno de los pocos sabios que en el mundo han sido. Miles y miles de juristas, alumnos suyos, desparramados por toda España y muchos fuera de ella, llorarán su muerte; sesenta promociones de licenciados en Derecho de Oviedo, Salamanca, Barcelona y la Complutense de Madrid, llevan en sus corazones la semilla imperecedera de su enseñanza.

Don Juan Iglesias nos enseñó quintaesencias, saberes de cosas que quedan cuando se olvidan las normas cambiantes de los códigos y las sutilezas de la doctrina. Nos enseñó, por ejemplo, que sólo es jurista el que sabe pensar porque sólo pensando se puede alcanzar la esencia del Derecho; que el verdadero jurista no va en busca de los conceptos sino de lo que es bueno y justo porque en esto consiste el Derecho. Nos inculcó, unamunianamente, la dignidad del hombre, no del hombre transitorio, sino la dignidad del hombre eterno, que es siempre alumno de la vida, ciudadano del espíritu del universo. Nos enseñó que el problema del Derecho es un solo y único problema: la realización de la justicia. Nos enseñó que el jurista romano, que se llamaba sacerdote, sabia tender un puente entre la tierra y el cielo, empalmando al hombre, regido por el Derecho, con lo divino. De su cálida y serena palabra aprendimos que sobre la razón ejerce su mandato «el misterio». Nos enseñó también a ver el mundo con espíritu europeo y cristiano y a enfrentarnos quijotescamente contra la injusticia y la desfachatez. Quijotesca fue su denuncia contra la norma que desgarró el tejido de la universidad española, echando a casa a maestros consumados y abriendo sus puerta a mediocres sin ciencia ni canciones. Meritoria fue, y nunca bien reconocida, por mas que erizada de problemas sin cuento, su tarea como decano de la primera Facultad de Ciencias de la Información, que se estableció en España, en la Universidad Complutense. Había que ahormar las enseñanzas de las nuevas ciencias en moldes de buena ley universitaria. Miles de estudiantes de periodismo y publicidad se han beneficiado, sin saberlo, de la sabia y larga guía de don Juan. Don Juan nos incitaba a leer y a leer, no solo libros jurídicos sino de los demás saberes, sin los cuales no se puede captar la esencia del Derecho. Tenia don Juan vocación literaria. Escribía con arte y amor a las palabras. Trabajaba su estilo con paciencia y minuciosidad de orfebre, sometiéndolo a doma implacable de exactitud y claridad. Publicó en 1971, en la editorial de Prensa Española, una novela, «Don Magín, profesor y mártir», que le permitió gustar las mieles del éxito literario. Es una novela culta y de hondo calado universitario, con don Miguel de Unamuno al fondo. Merecería la pena su reedición para llevar a los universitarios de hoy, desalentados por tanto fraude y mediocridad, el mensaje de un maestro auténtico. Además de sus admirables libros sobre el Derecho Romano, es autor de dos joyas de la literatura jurídica en conexión con saberes colindantes: «Miniaturas histórico juridicas» y, la otra, «Iter iuris», cuya lectura hace bien al alma. «Surcos» es otro libro suyo valioso. Recoge medio centenar de artículos pertenecientes al «periodismo humanístico». Sus páginas, como el titulo dice, dejan surcos en el espíritu.

Nada me hizo sospechar que su fin estuviera tan próximo en los varios encuentros y conversaciones telefónicas que tuve con Don Juan en las últimas semanas. Vivas conservo las impresiones de su imponente figura de hidalgo salmantino, su voz hermosa y varonil, su innata, impecable y afectuosa cortesía, el leve toque de humor con el que quería restarlo importancia a su habla que le salía inevitablemente, sabia y significante Todo en él revelaba a un hombre superior, un grande, un maestro, un hombre virtuoso. Don Juan vivió ochenta y seis años. Fue esposo amante y padre de once hijos.

Consecuente con su enseñanza, ajustó su conducta a los preceptos de Ulpiano: no hacer daño a nadie, dar a cada uno lo suyo y vivir honestamente. Practicó la humildad. Y, fiel a su maestro fray Luis, sosegó su espíritu en «puerto de quietud, lejos de vana sombra» y «bien fingido». Su vida, llena de buenas obras y pletórica de hijos y discípulos se asemeja a la de un patriarca del Antiguo Testamento.

Hace no más de ocho días le dediqué un soneto. Se lo leí por teléfono. Le gustó. «Hay que publicarlo», me dijo. Sirva aquí como expresión admirativa de un alumno, conmovido por su muerte y agradecido a su enseñanza:

Príncipe de las letras, ciudadano
de Roma por vocación y destino,
don Juan Iglesias, varón salmantino,
claro encarnador de Celso y Ulpiano.

Más que maestro de Derecho Romano
eres rayo de luz en el camino
interior que conduce al bien divino
indagando la esencia de lo humano.

En tu prosa tan sabrosa y poética
hay sabores de fray Luis y Unamuno
hay quintaesencias, notas de violín
para ese concierto de vida ética,
que tiene como ejemplo, todo uno,
las prendas del profesor don Magín.

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